Elaborar la cal, o hacer una calera, era un trabajo duro que requería mucha dedicación. Primeramente se hacía un agujero circular en la tierra, a golpe de pico, aprovechando la pendiente de un ribazo.
A continuación se construía una pequeña pared a modo de repisa sobre la que se iban colocando las piedras calizas que previamente se habían acarreado hasta allí con las caballerías. Poco a poco, piedra a piedra, hilera a hilera, se levantaban las paredes formando una falsa bóveda interior cuya seguridad no estaba garantizada hasta el cierre total de la misma.
A partir de ese momento se iban colocando encima el resto de las piedras hasta obtener una cúpula con la altura deseada y respetando un hueco a modo de boca o puerta para los trabajos de carga y vaciado. Una vez preparada, era el momento de encenderla.
La base de la estructura, bajo la repisa sobre la que empezaba la colocación de las piedras, se denominaba cenicero, por ser la zona en la que se prendía fuego y se acumulaban las brasas y las cenizas generadas en el proceso.
El calero, a través de la boca del horno, cargaba el interior con manojos de ollagas, preferentemente, o de bojes y se le prendía fuego a primera hora de la mañana con el fin de disponer de todo el día para controlar el fuego y llevar la cocción de la piedra a su punto ideal. La acción continuada del fuego conseguía que las piedras calizas desprendiesen toda su humedad, a la vez que el anhídrido carbónico que despedían se convertía en óxido de cal, que es lo que llamamos “cal viva”.
Para ello se requería que el calero estuviera alimentando el fuego de la calera durante tres días, con sus respectivas noches, de forma ininterrumpida.
Cuando las piedras se ponían al rojo vivo, e incluso las llamas del fuego asomaban por el exterior de la cúpula, significaba que el horno había alcanzado ya la temperatura de 900 ó 1000 grados, siendo los ideales para la cocción.
El color blanco posterior de las piedras indicaba que el proceso de calcinación había culminado.
Llegado ese momento se cerraba la boca del horno con losas de piedra o tajas de tierra, así como cualquier respiradero, y se dejaba enfriar lentamente durante dos o tres días.
Finalizaba el proceso retirando todas y cada una de las piedras de la estructura, que muchas veces se venía abajo durante este periodo de enfriamiento.
Al introducir las piedras calcinadas en agua el contacto entre ambos elementos hace que la piedra caliza se desintegre formando una pasta o “cal apagada”.